CASO RELÁMPAGO ESPECIAL HALLOWEEN – Caso nº 00039: AUTOPISTA AL INFIERNO (CERRADO)

El miedo es algo muy subjetivo. No a todo el mundo le asusta lo mismo. Algunos temen a lo desconocido, a lo que escapa a nuestra comprensión; otros dicen, quizás no sin razón, que el infierno son los demás, y temen a quien tienen más cerca. Lo comprobamos hace algunos años, cuando nos vimos expuestos al ídolo maldito de Niggurash y cada uno de nosotros vivimos una experiencia diferente.

Pero somos humanos. Nos debemos los unos a los otros. Y la función de la Sociedad del Misterio es ayudar a arrojar luz sobre aquellos asuntos demasiado oscuros para ser entendidos. Nuestra misma razón de ser es cuidar de otras personas.

En casa, Sata dice que estoy muerto por dentro, porque las películas de terror rara vez me provocan ningún tipo de reacción. Pero sí hay algo que a mí me asusta, algo que realmente se me agarra al corazón.

Hablo del miedo de un inocente. Del pánico de una víctima. Y de la idea de no llegar a tiempo para salvarla.

Ésta no es una historia de Halloween al uso. No habla de monstruos, de espíritus ni de prácticas prohibidas. No se cuenta con una linterna bajo la barbilla, esperando al momento cumbre para gritar “Porque la muerta soy yo”.

Pero sucedió una noche de Halloween. Y os puedo asegurar que a mí me quita el sueño.

Aparco precipitadamente mi coche por detrás de la comisaría. La inspectora Sandiego me espera allí, visiblemente alterada. Su mensaje había sido muy poco claro, sólo decía “Creo que necesitamos ayuda. Ven rápido”.

—Bárbara —saludo—. He venido en cuanto he podido. ¿De qué se trata?

—Lo siento, Jack, no… No sé si he hecho bien en llamarte.

—Confidencialidad garantizada, tienes mi palabra de que no nos meteremos donde no podamos. Cuéntame lo que puedas.

Bárbara inspira profundamente.

—Cuatro chicas salían de una fiesta en la discoteca Pump Queen. Una de ellas, Jessica Ferrer, de dieciocho años, se encontraba mal y había pedido un Uber, y sus amigas se quedaron con ella a esperar. Al poco rato, paró un coche y el conductor la llamó por su nombre. Ella se subió y se fue, y sus amigas aprovecharon para fumar antes de volver a entrar en la discoteca. Entonces, diez minutos después, llegó el Uber.

—¿Qué?

—No saben a qué coche se ha subido. Nadie ha tomado la matrícula. El conductor del Uber ha venido con las chicas en cuanto le han explicado la situación para denunciar el posible secuestro. Estamos revisando las cámaras de tráfico, de seguridad, de los cajeros, todo, pero de momento sin resultado.

—¿Nada?

—Ni siquiera tenemos imágenes del momento en que la víctima se sube al coche. Vemos salir a las cuatro chicas de la discoteca, pero salen del plano antes de que llegue el coche.

—¿Las chicas no han identificado el vehículo en las grabaciones de seguridad?

—No lo tienen nada claro, cada una dice un coche distinto. Mira, ni siquiera es mi caso y sólo han pasado dos horas desde el incidente, ya sé que es pronto para pedir refuerzos, pero cuanto más tiempo pase…

—… más se enfría el rastro y menos esperanzas hay de encontrarla sana y salva, lo entiendo. No sé cuánto me puedo meter estando la policía ya en ello, pero ¿qué necesitas?

—No lo sé, Jack. ¿Qué harías tú en este caso?

Qué haría yo.

Yo haría lo que la policía ya está haciendo. Buscar alguna imagen del vehículo, identificarlo, seguirle la pista con las cámaras de tráfico. Y entonces, organizar un operativo y rescatar a la víctima cuanto antes.

Pero eso ya se está haciendo. Y no está dando resultados.

Eso me desquicia. ¿Por qué no está dando resultados?

Miro a Bárbara a los ojos. Está aterrada. Ella es de homicidios, no es su caso. Pero a veces, aunque nadie te haya invitado, sencillamente no puedes dejarlo correr.

—No sé qué puedo ofrecer que no tengáis ya, pero estamos a vuestra disposición. Pásame las grabaciones que tengáis. Todo lo que hayáis podido conseguir. Incluyendo los testimonios del conductor del Uber y las tres amigas.

Las campanas de la iglesia de San Conrado anuncian las doce de la noche del día de difuntos. Llevo una hora revisando vídeos a dos pantallas, escuchando los testimonios mientras reviso una y otra vez las grabaciones de las cámaras de seguridad.

Cristina Paniagua, diecinueve años. Familia rica, los Paniagua poseen un pequeño imperio textil, ella está matriculada en Empresariales y aprobando a golpe de talonario. “Jessi no tiene aguante, llevaba dos copas y ya estaba pedo. Pidió un Uber y la salimos a acompañar. Entonces tuvo que potar. Nos la llevamos al callejón de atrás para que el segurata no nos dijera nada y allí esperamos al Uber. Al rato llegó el coche, creo que era un Toyota negro, bajó la ventanilla y dijo ‘¿Jessica Ferrer?’. La dejamos en el coche y se fue, es lo último que supimos. Luego, estábamos fumando en la puerta antes de volver a entrar y apareció el verdadero Uber… Todavía tiemblo de pensarlo”.

Ningún Toyota negro en cámaras. Busco coches oscuros. Abro un catálogo de Toyota para buscar modelos que se puedan parecer. En pantalla, el guardia de la entrada corta el paso a una pareja de jóvenes, ella disfrazada de calabaza inexplicablemente sugerente, él de Joker con camiseta hawaiana y calcetines blancos. No descarto esto último como motivo de la expulsión.

Leyre Cobos, dieciocho años. Estudiante aplicada, compañera de clase de Cristina, sus profesores la consideran una joven promesa. “No sé si voy a poder ayudarle, estoy un poco mareada con todo lo que ha pasado. Sé que Jessi se encontraba mal, se ve que le sentó mal la bebida, así que le pedimos un Uber y salimos a esperar. Nos la llevamos al callejón de atrás porque tenía que vomitar. Luego llegó el coche… Creo que era un Ford, un modelo de los caros, no sé, no entiendo de coches. Sé que era oscuro. Entró en el callejón y la llamo por su nombre, el chofer era un hombre de unos cuarenta, Jessi no parecía que lo conociera de nada, pero como se sabía su nombre y sabía dónde encontrarla todas dimos por hecho que era el Uber… Todavía no me creo lo que ha pasado”.

Busco los modelos más lujosos de Ford. Tampoco veo ningún coche de esas características. En pantalla, las chicas salen por la puerta. La víctima está visiblemente mareada, sus amigas la escoltan hacia el callejón.

Carla Pacheco, dieciocho años. Modelo, dejó los estudios para volcarse en su sueño. Mejor amiga de Jessica desde los doce años. “Por favor dígame que van a encontrar a Jessica… Sí, claro, todo lo que les pueda decir. Estábamos de fiesta y a ella le sentó algo mal. Pidió un Uber y salimos con ella para que le diera el aire y para esperar al coche. Como tardaba en llegar y ella necesitaba vomitar, nos la llevamos al callejón de atrás. Allí la recogió el coche… No, no sé qué coche era, creo que un Mercedes pero no me fijé bien. El conductor tenía acento, no sé si árabe o algo por el estilo, lo noté cuando la llamó Jessica. Después de irse nos quedamos un rato en la puerta, fumando. Al rato paró un coche, se asomó por la ventanilla el chofer y preguntó si alguna de nosotras era Jessica Ferrer. ¡Le juro que entré en pánico!

Busco Mercedes en las grabaciones. Sólo uno, pero es inequívocamente rojo, y no reduce la marcha al acercarse al callejón. Improbable, pero apunto la matrícula. En pantalla, el segurata corre y hace aspavientos hacia una enorme caja de cartón de un televisor aparcada junto a los contenedores. El Joker y la Calabaza salen de detrás de la caja recolocándose los disfraces y se marchan menos avergonzados de lo que habría cabido esperar. Las tres chicas regresan, ya sin su amiga.

Israel Granado, treinta y siete años, chofer de Uber. Tres años en la empresa, siempre valoraciones de cuatro y cinco estrellas, sus pasajeros dicen de él que es amable, atento y servicial, su vehículo es un Tesla. “En noches como ésta siempre salen muchos servicios, aunque suelen ser más tarde. Las instrucciones eran claras: recoger a Jessica Ferrer en la puerta de la Pump Queen. Cuando llegué, intenté contactar con ella por mensaje, como hago siempre. Al no contestar, localicé un grupo de chicas en la puerta y pregunté si alguna era Jessica. Entonces se asustaron. Me dijeron que ya la había recogido un Uber allí mismo hacía cinco minutos. Les enseñé mis credenciales y la orden de trabajo, y ahí ya entraron en pánico. Les pedí que me lo explicaran todo. Me dijeron que el chofer sabía el nombre de la chica, y obviamente también sabía dónde encontrarla, y que por eso asumieron que era la persona correcta. Di aviso a mis superiores, les dije que subieran y me las traje aquí. Tengo dos hijas, inspector, y la menor es de la edad de esa chica. Si puedo hacer algo para ayudar, dígamelo”.

En pantalla, se ve llegar el Tesla de Fernández. Se detiene en la puerta, por la ventanilla se ve al conductor manipulando un teléfono. Como un minuto después, se acerca a las tres chicas, que están efectivamente fumando cerca de la puerta. El resto de la escena coincide con la narración: el nerviosismo de las chicas, el conductor mostrando sus credenciales por la ventana, el pánico, las chicas subiendo al Tesla.

Todo encaja con sus historias. Lo tenemos todo, salvo el secuestro. Y no consigo encontrar un vehículo que coincida con las descripciones de las chicas acercándose al lugar. He revisado horas de metraje buscando vehículos que reduzcan la marcha al acercarse al callejón. Tres horas antes de los hechos, un Toyota Prius azul para, el conductor se asoma por la ventanilla para (parece) pedir indicaciones al segurata de turno, y reanuda la marcha. Dos horas y cuarto antes de los hechos, una furgoneta blanca reduce la velocidad y sale de plano. Una hora y tres cuartos antes, un Seat Panda de los 80 con una pegatina con un mensaje cristiano se detiene frente a la discoteca, aparentemente para proferir algún tipo de insulto a la gente que acude a la fiesta, y se marcha. A la hora de los acontecimientos, sin embargo… nada.

Busco bucles temporales. Personas que desaparezcan o aparezcan de golpe. Cambios de iluminación entre fotogramas. Cualquier indicativo de que los vídeos han sido manipulados. No encuentro nada de lo que busco. Si ha habido manipulación, nos enfrentamos a un profesional.

En una desaparición, las primeras veinticuatro horas son cruciales. Jessica Ferrer puede estar en un gravísimo peligro. Y apenas tenemos nada con lo que trabajar.

Confío en vosotros. Salvemos a esa chica.

SEXTO ANIVERSARIO: CONTRARRELOJ – Caso nº 00036: UNA NOCHE EN LA ÓPERA

—Es una situación poco ortodoxa —dije—. Quiero decir, lo correcto en este caso sería recurrir a las autoridades…

—No, eso sólo lo haría público —respondió Violeta—. Y eso no ayudaría a nadie, y definitivamente alertaría al ladrón. Entiéndame, señor Ryder… No sabía a quién acudir.

Casi seis años después de nuestro primer encuentro, Violeta Sanpedro (33 años, comprometida, soprano) había madurado mucho. Por aquél entonces era una joven promesa del bel canto, con voz y talento pero sin porte ni presencia, que compareció ante nosotros como testigo y sospechosa de la muerte de su compañero de escena el tenor Jorge Brezo. Ahora tenía ante mí a una diva y una dama.

—¿Y por qué nosotros? —quise saber.

—Ustedes… Cuando el pobre Jorge murió, no se limitaron a encontrar a su asesino. Después de aquello se siguieron interesando por nosotros, por saber cómo íbamos a seguir con nuestras vidas. El señor Nicolaides y yo siempre comentamos lo mucho que valoramos eso.

—Está bien. Vuélvamelo a contar, desde el principio, y no omita ningún detalle.

Violeta, con actitud serena y profesional, llenó de aire sus pulmones y comenzó su relato.

—Como sabe, el señor Nicolaides ha estrenado por fin su gran ópera, “Tetragrammaton”, basada en los estudios del historiador Glasseus Phillips sobre el pueblo judío. La obra narra la vida de los judíos en Ur hasta la huida de Abraham, luego su papel en la historia de la Venecia del siglo XVI, para finalmente contar la actual diatriba de un joven soldado israelí que tiene como mejor amigo a un palestino.

—Algo he leído, sí.

—Bien. Es una tradición en la ópera no utilizar joyas auténticas, trae mala suerte; pero esta vez, la firma de joyeros Logtier ha patrocinado todos los gastos de la obra con una única condición: que se vistieran sus joyas tanto en la propia obra como fuera de ella, en las fiestas post-representación.

»Como soprano principal de la obra, me corresponde a mí vestir un collar de perlas cultivadas, “Las Lágrimas de Shiraz”, creada especialmente para esta obra. Durante los ensayos usamos una réplica de bisutería, para evitar dañar la original. Siempre se usan réplicas de primera calidad, con el mismo peso, tacto y brillo, y en general esta réplica cumplía todos esos requisitos. Sin embargo, le diré que en la primera representación que hicimos con la original, el director quedó impresionado con mi interpretación, nunca me había visto cantar así. Empezó a circular el rumor de que el collar auténtico dotaba a la voz de una magia capaz de conmover sin esfuerzo.

—¿Y usted qué cree?

—Yo soy una mujer con los pies en la tierra, señor Ryder. El broche de la réplica de bisutería es mucho más basto que el del collar original y me resultaba incómodo, por eso en los ensayos lo hacía peor: estaba distraída.

»Bien. Como ya sabrá, “Tetragrammaton” lleva cinco días de representación, esta noche será la sexta y penúltima. Pero en la representación de anoche, ocurrió algo que no debería haber ocurrido. Durante un cambio de escena, cerca del final del primer acto, fui a mi camerino a cambiarme de vestuario y a que me retocasen el maquillaje. Pero cuando volví a salir a escena… estaba incómoda.

—El collar —deduje—. El cierre volvía a ser más tosco.

—La crítica ha dicho de mi representación que he perdido todo el empuje antes del final del segundo acto, que parecía como distraída. ¿Pero cómo no iba a estarlo? ¡Se había cometido un robo entre bambalinas!

—¿Quién más lo sabe?

—Sólo los Talleirand.

—¿Los Talleirand?

—La familia que lleva la firma de joyas Logtier. Tenía que avisarles, el collar es su propiedad, y además necesitaba estar segura de que el que llevaba era el de bisutería. Necesitaba la opinión de un experto.

—Lógico. ¿Y sus compañeros?

—No se lo he dicho a nadie. No sé en quién puedo confiar.

—Bien. Si mis Jefes de Departamento pudieran entrar en el Palacio de la Ópera y hablar con sus…

—No lo entiende, señor Ryder —me interrumpió Violeta—. Mañana es la última representación y las joyas deben ser devueltas a Logtier. No podemos devolverles un collar falso, y menos ahora que lo saben. Además, mis compañeros ya han firmado con otras compañías para el resto de la temporada, y algunos de ellos tienen previstas obras en otros países. Si queremos atrapar al ladrón, tiene que ser antes del final de la última representación.

Maldita sea. Otro Caso Relámpago.

—Bien —resolví poniéndome en pie—. No hay tiempo que perder. Sólo los joyeros saben lo que ha ocurrido, así que necesitaría hablar con ellos con total y absoluta franqueza; necesitaré una excusa para poder hablar con el resto de implicados sin levantar sospechas. Con las limitaciones que tenemos, tendrán que bastar los testimonios para encontrar al ladrón: quien miente, tiene algo que esconder.

CASO RELÁMPAGO – Caso nº 00033: EL SÉPTIMO INVITADO (CERRADO)

El Séptimo Invitado - Caso Relámpago

El inspector Arjona cerró la puerta de mi despacho tras de sí. Sus ojos delataban no menos de dos noches sin dormir. Se llevaba con frecuencia la mano al pecho, como comprobando que algo siguiera en el bolsillo de su camisa.

—Estás hecho polvo, Víctor, ¿estás bien? —le pregunté.

—No, no estoy bien —respondió—. Estaba intentando no acudir a vosotros, Jack, pero se nos echa el tiempo encima y necesito una respuesta…

—Una contrarreloj, entiendo.

—No, no, olvídate de tus contrarreloj. Esto es un caso relámpago, Jack, tenemos veinticuatro horas.

Esas palabras captaron mi interés. Me incorporé en mi butaca y entrelacé los dedos frente a mis labios.

—Se puede hacer, mi equipo ya lo ha demostrado más de una vez. ¿Qué tienes?

—Te aviso que este caso quita el sueño…

—Ya traigo insomnio de casa, cuéntame.

—Está bien. Hace un par de días, unos jóvenes habían ido al campo de excursión. Aún no habían terminado de montar el campamento, cuando se encontraron con un par de manos amputadas a medio enterrar.

»No había rastro del resto del cuerpo, pero Irene pudo hacer algo con las manos. Por las huellas determinó la identidad, el Doctor Baltasar Caballero Montenegro, y tras un completo análisis determinó que la amputación había sido post-mortem.

»Su familia llevaba ya dos días sin saber nada del doctor Caballero. Pero estaba registrado en Latitude, así que pudimos determinar la última ubicación en la que se había conectado: la vieja mansión de su familia materna, en la colina. A una hora de camino de donde se encontraron las manos. Una casona abandonada desde hace cuatro décadas.

»Naturalmente nos presentamos en esa casa de inmediato. La encontramos vacía, pero en la entrada había una cesta sobre un pedestal. En la cesta, siete móviles, uno de ellos el del doctor Caballero. En el comedor, una mesa puesta con siete platos vacíos, con sus correspondientes cubiertos y copas. Todo apuntaba a que allí se había celebrado una fiesta. En la chimenea del despacho encontramos lo que faltaba del cuerpo del doctor Caballero, descuartizado y parcialmente quemado. Aún no se ha podido dictaminar la causa exacta de la muerte.

—¿Los demás móviles?

—Veo que me sigues. Los móviles estaban descargados, pero mediante las tarjetas SIM pudimos identificar a sus propietarios. Y ahora es cuando empieza lo escalofriante.

»Los seis propietarios estaban todos en el mismo sitio: el ala psiquiátrica del Hospital Nuestra Señora de la Candelaria. Los habían encontrado deambulando por el bosque, desorientados, desnudos, con claras lagunas de memoria. Recuerdan vagamente haber estado en aquella fiesta, y recuerdan haber conocido al Doctor. Pero lo demás lo tienen todo borroso. Les han diagnosticado a todos estrés post-traumático: han presenciado algo demasiado perturbador y sus mentes, como mecanismo de defensa, han bloqueado esos recuerdos. En otras palabras: recuerdan retazos del resto de la velada, pero han bloqueado el asesinato.

—Y creéis que uno de ellos es el asesino.

—Estamos convencidos. No se han encontrado indicios de la presencia de nadie más en la casa.

—Entendido. ¿Has hablado ya con ellos?

—Sí, ha costado horrores sacarles algo en claro, te he traído las transcripciones.

—¿Habéis averiguado al menos dónde lo mataron?

—Creemos que en la propia casa, pero no hemos conseguido encontrar nada concluyente. Hay rastros de sangre de la víctima por todas las habitaciones. Como las víctimas iban desnudas, no sabemos si había sangre en la ropa de alguna de ellas.

—¿Indicios de drogas en las copas o los platos?

—Cóctel de alucinógenos en cada copa.

—¿En los sospechosos?

—Todos lo ingirieron.

—Bien. ¿Y por qué tenemos sólo veinticuatro horas?

Arjona suspiró.

—Burocracia, Jack. Ninguno de ellos presenta ningún problema físico, y en el hospital no pueden seguir cediéndoles la cama más tiempo. A medianoche los soltarán.

—Lo que significa que un asesino saldrá en libertad.

—Y nadie sabrá quién es.

—Has hecho bien en traerme este caso. Llamo ahora mismo a los Jefes de Departamento…

—No hay tiempo, Jack —me interrumpió—. No podemos investigar a todos los sospechosos, volver a hablar con ellos, ni siquiera examinar el escenario y lo que haya en él. Se nos echa el caso encima.

—Entiendo. Entonces dame esas transcripciones, y me interesarían los planos de la casa para contrastar. Probablemente la gente estará de vacaciones con sus familias, pero a ver qué podemos hacer.